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LA ESTAFA DEL ARTE MODERNO: DUCHAMP LE ROBÓ A ESTA MUJER LA OBRA QUE LO HIZO FAMOSO

¿ES MOMENTO DE REESCRIBIR LA HISTORIA DEL ARTE MODERNO Y CONTEMPORÁNEO? ASÍ LO SUGIEREN ESTOS INDICIOS EN CONTRA DE MARCEL DUCHAMP Y A FAVOR DE LA BARONESA ELSA VON FREYTAG-LORINGHOVEN

Este es, sin duda, el urinario más famoso del mundo. Lo ha sido desde 1917, cuando Marcel Duchamp lo presentó ante la Sociedad de Artistas Independientes para formar parte de la exhibición que ésta organizó en el Grand Central Palace de Nueva York.

Sin embargo, todo esto podría estar sustentado en un engaño, pues algunas investigaciones recientes ponen en duda la autoría de Duchamp sobre la famosa pieza, atribuyéndosela en cambio a la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, artista y poeta que según parece fue su artífice original, tal y como fue presentada en Nueva York.

Las sospechas en torno a este asunto comenzaron a levantarse a partir de una carta que Duchamp escribió a su hermana en abril de 1917, en la cual escribió: 

Una amiga mía, bajo un seudónimo masculino, Richard Mutt, había enviado un urinario hecho de porcelana como escultura. No era en absoluto indecente, no había razón para rechazarlo. El comité decidió negarse a exponer esta cosa.

Por muchos años se creyó que esa “amiga mía” que cita Duchamp (y de quien no se tienen más datos) era una invención del artista para disimular ante su hermana la polémica que despertó la pieza. De hecho, en cierta época Duchamp usó un pseudónimo femenino para firmar sus obras, «Rrose Sélavy», por lo cual también se creyó que dicha amiga era en realidad una referencia a sí mismo.

No obstante, con el tiempo hubo quienes quisieron saber más al respecto y despejar la duda. ¿Y si, después de todo, esa amiga existiera? Por otro lado, la descripción de la pieza hecha en la carta fue casi exacta; si Duchamp era el autor original, ¿por qué «inventar» ese misterioso envío?

Las dudas se multiplicaron luego de que el artista dijo que el pseudónimo R. Mutt, cuya firma es un elemento distintivo de la obra, se le ocurrió por el nombre del fabricante del urinario, J. L. Mott Iron Works, pero investigaciones posteriores (especialmente las del historiador del arte William Camfield) han mostrado que dicha fábrica no producía el modelo presentado por Duchamp. En una labor todavía más dedicada, Camfield ha examinado otros catálogos de urinarios comercializados en Estados Unidos en aquella época y en ninguno ha encontrado el modelo de Fountain.

La evidencia parece jugar en contra de Duchamp, ¿pero cuáles son los elementos que apoyan la atribución de la obra a la baronesa Von Freytag-Loringhoven?

Algunas de las investigaciones que apoyan esta hipótesis se basan en la cercanía entre Duchamp y Freytag-Loringhoven, quienes, además de ser amigos y vivir en Nueva York más o menos en la misma época, compartían ciertas ideas en torno al arte y la manera de realizarlo. La baronesa, que fue poeta y artista plástica, suscribió el movimiento dadá y en general siempre mantuvo una posición vanguardista frente al arte.

Por la biografía que realizó Irene Gammel se sabe también que la artista tenía un sentido del humor especialmente escatológico. Al poeta William Carlos Williams lo llamaba “WC» (las mismas siglas en inglés para «sanitario») y a Marcel Duchamp le cambiaba el nombre por «Marcel Dushit» (que con cierta licencia podríamos traducir como «Marcel del Caño», para conservar el sentido de la broma). Dicho rasgo sumamente subjetivo también se reflejó en sus piezas de arte, que frecuentemente estaban hechas de tubos, lavabos y otras piezas de cañería y plomería.

En un artículo reciente en el que Siri Hustvedt hace el recuento de esta historia de equívocos, la escritora utiliza este posible robo por parte de Duchamp para preguntarse por qué en general nos cuesta tanto admitir la autoridad intelectual y creativa de las mujeres en campos como el arte y la literatura. Hustvedt señala, justificadamente, que al enfrentarnos con una obra de arte tendemos a concederle mayor valor cuando nos enteramos de que su autor es un hombre y, en cambio, cuando sabemos que su autora fue mujer, la subestimamos. 

Se trata de un prejuicio que forma parte de nuestra percepción, nos dice la escritora, pues en buena medida es efecto de la cultura en la que vivimos. Con todo, ello no significa que debamos dejarlo así, inamovible, sino más bien, como todo prejuicio, es necesario hacerlo consciente y preguntarnos si el cristal que impone sobre nuestra mirada es el correcto. ¿De verdad una obra vale menos por el solo hecho de haber sido realizada por una mujer? ¿De verdad una mujer no pudo ser la autora de una pieza que revolucionó el arte moderno? ¿De verdad es preferible ver las cosas bajo el prejuicio del engaño y la farsa?

Es momento de reescribir la historia, dice Hustvedt, y al menos en el caso del arte parece haber elementos más que suficientes para emprender esa tarea.

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